¿Qué tienen en común una sobreviviente de la guerra de independencia de Bangladesh, un enfermo de lepra, y un desmovilizado de las FARC? La respuesta es que, en las tres historias publicadas en el diario El País que veremos a continuación, el estigma y la discriminación, aspectos relacionados a los estados afectivos de la vergüenza y la humillación, han jugado un papel central en la situación de pobreza de estas personas.
Rajavala Devi es una de las aproximadamente 200.000 mil mujeres que sufrieron violencia sexual por parte de soldados paquistaníes durante la guerra de independencia de Bangladesh. Como consecuen- cia de esto, Rajavala no solo ha tenido que sobrellevar toda su vida las secuelas físicas y psicológicas de estos ataques, sino también ser apartada de la sociedad y sufrir un estigma social que le impidió rehacer su vida después de los ataques y la muerte de su esposo e hijo. A mujeres como ella se las ha tratado como “infecta- das”, como “prostitutas”, ya que la gente las acusa de haber querido estar con los soldados paquistaníes por voluntad propia. El abandono y el estigma que esto ha generado ha repercutido en múltiples dimensiones de la vida de Rajavala, y, al igual que la mayoría de las mujeres que han corrido su misma suerte, ha contri- buido a vivir una vida fuertemente empobrecida.
Bekele es uno de los residentes de la aldea de Gambo, en la región de la Oromia etíope, aldea que creció alrededor de una leprosería gestionada por una orden religiosa. Bekele llegó ahí a los 16 años, cuando sus padres reconocieron los primeros síntomas de la lepra en su cuerpo, y nunca más salió de ahí, ni siquie- ra cuando lograron curarlo. Él es uno de los cerca de
5.000 casos nuevos de lepra que se diagnostican cada año en Etiopia y de las más de 30.000 personas que viven con discapacidades permanentes a causa de esta enfermedad.
Sentir vergüenza y/o humillación por ser pobres afecta otras dimensiones de la vida de las personas.
Bekele sigue viviendo en la aldea. Ahí, dice, “soy como los demás, aquí no soy diferente”. Bekele afirma que lleva una vida normal, pero no siempre fue así: en su momento, “fue estigmatizado y abandonado por sus seres queridos por el simple hecho de estar enfermo… [m]i familia, mis amigos, toda mi aldea… me habían rechazado”.
A su vez, la gran mayoría de los guerrilleros desmovilizados de las FARC que se encuentran en el proceso de reintegración en Bogotá viven en las localidades con más desigualdad y con el mayor porcentaje de víctimas del conflicto. Intentar reintegrarlos a la sociedad es uno de los retos más grandes del postconflicto colombiano. Para la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), el mayor obstáculo para este cometido es la estigmatización, donde existe el prejuicio extendido de que el desmovilizado es vio- lento. Esto repercute en que la mayoría de la población no le gustaría tener a un desmovilizado como vecino o como compañero de trabajo, impactando las posibilidades de conseguir empleo o migrar a zonas de mejores condiciones habitacionales.
Lo que estos tres casos evidencian es la estrecha relación entre aspectos de vergüenza (estigma), humillación (discriminación) y pobreza. Esto no es nada nuevo. En el estudio de las Voces de los Pobres – el estudio cualitativo más grande realizado a nivel mundial donde se pregunta a personas viviendo en situación de pobreza cómo definirían ellos la pobreza, las respuestas no dejan lugar a duda: “pobreza es no tener dinero, no tener salud, no tener una vivienda digna, no poder estudiar … pero también sufrir la humillación por parte de otros por ser pobres, ser menoscabados en nuestra dignidad por nuestra pobreza, no poder participar en lo que se acostumbra en la sociedad por nuestra condición…”
Asociar vergüenza y humillación con la pobreza es relevante por dos motivos. Primero, por sus valores intrínsecos. En los relatos de las personas pobres se observa cuán hirientes pueden ser ambas emociones y cómo la gente, por dignidad, aprecia no ser avergonzada, ni humillada.
Segundo, por sus valores instrumentales: sentir vergüenza y/o humillación por ser pobres afecta otras dimensiones de la vida de las personas. Por ejemplo, pueden impedir que políticas públicas diseñadas para combatir la pobreza tengan resultados favorables (si una persona decide no asistir a un centro de salud porque sabe que será discriminada); pueden influir en que la gente no tome acciones para mejorar su vida (como asistir a un centro educativo, pedir un crédito o buscar empleo).Todo esto puede resultar además en generar trampas de pobreza que perpetúen la situación de la gente que vive en esa condición.
Y sin embargo, a pesar de ser un aspecto central de la pobreza de Rajavala Devi, del Joven Bekele, y de los chances de reincorporarse a una vida pacífica de los desmovilizados de una guerra de 50 años, esta temática rara vez es tomada en cuenta en los análisis de la pobreza, y ciertamente no se recolectan datos a nivel internacional para determinar la verdadera dimensión del problema y su relación con otras variables centrales del bienestar de las personas. Algunos podrán argumentar que estos ejemplos no son comunes y que esa podría ser la explicación de esta ausencia. Pero estos temas salen a relucir una y otra vez en múltiples aspectos cotidianos de la vida: en la atención en los centros de salud, en el sistema educativo, entre las mujeres, la población indígena y afro en una variedad de dimensiones de la vida, en el estigma que sufren los pacientes con VIH/SIDA, por nombrar solo algunas.
Solucionar este problema no requiere de grandes recursos económicos ni tiempos prolongados. Con incluir algunas pocas preguntas adicionales en las encuestas de hogar se obtendría la información necesaria para identificar a las poblaciones sujetas a estos flagelos e idear intervenciones que los reduzcan. Por ejemplo, invertir en entrenar al personal de atención en hospitales y definir mecanismos de control para disminuir potenciales hechos de discriminación, permitirían reducir de forma importante la reticencia de las personas a asistir a un centro de salud por el miedo a ser discriminadas. La relación costo-beneficio de este tipo de intervención es baja y podría incrementar la eficiencia en la política de salud. Más importante aún, e imposible de cuantificar, ayudará a mantener la dignidad de las personas.
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