Estamos en un momento de gran incertidumbre. Latinoamérica es hoy el epicentro de la pandemia del COVID-19.
En diversos frentes, nos enfrentamos a una situación para la que no tenemos recursos históricos a los que recurrir a la hora de buscar explicaciones o idear posibles soluciones.
Indicadores de toda índole, desde los sanitarios, económicos, sociales o culturales, están asumiendo valores que jamás hubiéramos podido anticipar tan solo unos meses atrás. La incertidumbre es total, en particular, respecto de dos puntos: la magnitud del problema al que nos enfrentamos y su horizonte temporal. ¿Qué tanto está afectando la pandemia a los países de la región? ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar antes de volver a la normalidad, cualquiera sea esta?
A esta incapacidad para aprehender el problema contribuye, primero, la falta de conocimiento que tenemos sobre el virus y sus procesos; y, segundo, la falta de información con relación a su alcance.
Respecto de lo primero no es mucho lo que como PNUD podamos hacer o decir, en tanto es del dominio de los científicos y sus laboratorios el obtener respuestas en este ámbito. Lo segundo, en cambio, y me refiero con esto a la limitada capacidad de testeo de los países en América Latina y el Caribe, sí cae dentro de nuestro ámbito de acción.
Me permito, entonces, esbozar un primer mensaje: dada la heterogeneidad en la capacidad de testeo de los países, resulta imposible caracterizar con precisión el problema. La capacidad de testeo explica, al menos en parte, lo que sabemos hasta ahora del alcance de la pandemia. En efecto, aquellos países que han realizado más pruebas –Chile, Perú, Panamá– son también aquellos que tienen más casos positivos por cada 100.000 personas. Esto significa que, si los países testearan más, se obtendría que la magnitud del problema es mayor de lo que se piensa. La mayoría de los países ha realizado muy pocas pruebas o simplemente no reporta ninguna información oficial al respecto.
Mientras esta situación no se revierta, los gobiernos de la región seguirán operando a ciegas ante la mayor crisis de los últimos tiempos.
Es fundamental también que la realización de pruebas se acompañe de estrategias de aislamiento y seguimiento de contactos. La realización de pruebas es fundamental, pero no es suficiente si no existe aislamiento de los casos positivos.
Si bien las medidas de contención van a profundizar la recesión (…), no implementarlas también tendrá consecuencias económicas importantes en el largo plazo.
Mi segundo mensaje es el siguiente: si bien las medidas de contención van a profundizar la recesión –proyectada en –9,4% para el año 2020 (FMI)–, no implementarlas también tendrá consecuencias económicas importantes en el largo plazo. Los gobiernos del mundo se enfrentan en esta pandemia al desafío de conciliar la implementación de medidas de confinamiento para detener la propagación del virus con la necesidad de mantener la economía funcionando y evitar así una crisis más profunda con las consecuencias ya sabidas sobre los niveles de pobreza.
La búsqueda del equilibrio entre no hacer nada para detener los contagios y clausurar por completo toda actividad es particularmente complicada en una región como la nuestra, donde los sistemas de salud son débiles –lo que justifica cuarentenas estrictas–, el espacio fiscal es reducido y el acceso al financiamiento limitado –lo que justifica mantener la actividad económica funcionando. Así, llevado a una región que arrastra además una crisis de gobernanza y confianza en las instituciones –en promedio solo el 22% de la población en los países de ALC tenía algún grado de confianza en los gobiernos en 2018–, el desafío de resolver la tensión entre la protección de las vidas y la de los medios de vida se expresa en los bajos niveles de cumplimiento de las medidas decretadas.
Esta crisis no afectará a todos por igual. América Latina y el Caribe es una región de ingreso medio, pero no de clase media. La mayoría de la población sigue siendo vulnerable a caer en la pobreza ante un shock.
De hecho, se espera que el número de personas pobres en la región aumente en 23 millones como consecuencia del COVID-19.
La desigualdad se ha profundizado aún mas, ya que solo los con medios pueden protegerse y los que no los tienen quedan más expuestos. Solo una pequeña parte de los trabajos puede realizarse a distancia en comparación con otras regiones, afectando con esto la productividad de los países. Por otro lado, la magnitud del empleo informal amenaza contra la efectividad de las medidas de protección del empleo y desempleo adoptadas en el marco de la crisis. La población más pobre está registrada como beneficiaria de programas de asistencia social previos a la pandemia. Esto facilita su identificación y la entrega de ayuda. Sin embargo, una gran parte de los trabajadores informales, que no era pobre antes de la crisis, está fuera de estos registros, con lo que queda excluida tanto de las medidas de protección al desempleo formal como de la asistencia social.
Las mujeres son otro grupo afectado, en tanto más del 80% está empleada en sectores de baja productividad. Por esta razón, el impacto distribucional del shock debe ser una prioridad en el diseño de respuestas y medidas para hacerle frente.
Identificar y ubicar a aquellos que se encuentran en mayor vulnerabilidad de caer en pobreza representa un importante reto en la región. El Índice de Pobreza Multidimensional, como lo demuestra este documento sobre El Salvador, de la Serie de Documentos de Política Pública del PNUD, puede ser un mecanismo para identificar condiciones preexistentes de pobreza que hacen que ciertos hogares presenten mayores riesgos que otros frente la pandemia.
Por primera vez, desde 1990, el Índice de Desarrollo Humano caerá. Estamos en un escenario difícil, en el que de no tomar medidas se pagarán los costos en vidas y en el que el costo económico de las medidas parece desproporcionadamente alto. Sin embargo, esta crisis vista como un problema de gobernanza puede ser también una oportunidad para recomponer la relación entre las personas y las instituciones, y entre las propias personas. Puede ser, por ejemplo, que se recobre la confianza en las instituciones en la medida que se perciba que los gobiernos están respondiendo adecuadamente a la crisis, y que están comunicando sus decisiones de manera clara y transparente, incorporando la perspectiva de múltiples actores.
La crisis puede también operar como el catalizador de un cambio en la actual configuración del poder. América Latina y el Caribe es una región con un contrato social históricamente fragmentado, con clases medias y altas que optan por no recibir servicios públicos, y que se llevan consigo incentivos financieros y presión pública para invertir en mejoras de calidad.
Con el inicio de COVID-19, las personas que anteriormente se habían opuesto a mejorar un sistema universal de salud pueden comenzar a darse cuenta que todos nos beneficiamos de tener un mejor sistema público.
Esto no solo es cierto en el contexto de los servicios de salud universales, sino también en el de los servicios públicos como la educación y la conectividad.
Finalmente, desde una perspectiva de economía política, la crisis no solo ha cambiado la opinión pública, sino que también ha creado una nueva coyuntura para la acción. Al cambiar simultáneamente las ideas, redistribuir el poder y cambiar los incentivos en la formulación de políticas, las reformas que antes se consideraban radicales o inviables ahora están sobre la mesa como opciones viables, como los servicios públicos universales y los esquemas de protección social.
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